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Mientras el gobierno celebra cifras infladas de “desaceleración” económica, más de un millón de niños y niñas en la Argentina no acceden ni a comida, ni a salud, ni a educación. La pobreza se vuelve irreversible cuando el Estado desaparece.
Sociedad13 de junio de 2025Ianina Tuñón, del Observatorio de la Deuda Social de la UCA, denuncia una realidad que no aparece en los PowerPoint oficiales: chicos que comen una sola vez al día, que no tienen acceso a médicos ni escuelas, y que son condenados a una exclusión estructural sin retorno. La indigencia infantil crece en silencio, desparramada por un país que el mercado no ve y que el gobierno prefiere no nombrar.
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Un país donde los chicos desayunan con hambre y cenan con miedo
Pamela no cenó anoche. Se despertó con hambre, pero su mamá le dijo que no fuera a la escuela porque llovía. Esa fue la excusa, porque en realidad no había nada para darle de comer. Recién pudo alimentarse al mediodía, con la única comida que iba a tener ese día. Vive en un paraje sin agua potable, sin atención médica y sin ningún tipo de contención estatal. Pamela es apenas una de los 1.400.000 chicos y chicas que crecen en la Argentina sin sus derechos básicos garantizados.
Esta historia forma parte de las crónicas del programa Hambre de Futuro, un proyecto periodístico que colabora desde hace años con el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (UCA), dirigido por Ianina Tuñón. Su última investigación, actualizada a pedido del ciclo televisivo, revela que uno de cada diez niños en la Argentina está en situación de indigencia extrema, con múltiples privaciones que van más allá de la falta de ingresos.
“Renovamos la estadística de cuál era la proporción de niños en situación de indigencia, pero que además presentan múltiples privaciones. Nos da como resultado más de un millón de chicos”, explica Tuñón.
La pobreza ya no es solo económica: es estructural y psicológica.
La escena de Pamela no es una excepción. Es la regla en cientos de parajes, barrios y asentamientos del país donde el Estado no llega. Allí, los chicos crecen sin comida, sin salud, sin educación y con adultos a su alrededor desbordados por el estrés, la ansiedad y la desesperanza de no poder garantizarles ni siquiera lo básico.
“Esa pobreza repercute mucho en el mundo de los adultos que crían y socializan a estos niños. El estrés que produce vivir en la indigencia, no saber qué le vas a dar de comer a tus hijos en unas horas, genera mucho malestar psicológico”, advierte Tuñón. Y eso se traduce en una cadena de consecuencias: niños que no se desarrollan adecuadamente, que no pueden aprender, que no van a terminar la escuela secundaria y que no tendrán ninguna chance de inserción digna en la vida adulta.
Infancias invisibles para el mercado.
A diferencia de lo que ocurre en los centros urbanos, estas infancias son invisibles para el sistema. No están en los radares de las políticas públicas, no aparecen en los informes del Fondo Monetario Internacional, ni figuran en los discursos presidenciales que prometen un futuro de prosperidad basada en el libre mercado.
“No hay una política pública que pueda focalizar en ellos más allá de las transferencias de ingresos, como la Asignación Universal por Hijo. Pero la problemática no es únicamente económica”, insiste Tuñón.
El relato de la pobreza infantil no puede limitarse a una cifra. La indigencia hoy en la Argentina implica que hay chicos sin agua potable, sin vacunas, sin atención médica básica. Significa vivir con enfermedades crónicas no tratadas, con dolores que no se curan, con dientes cariados y estómagos vacíos. Significa escuelas con un solo maestro para niños de distintas edades, sin material didáctico, sin conectividad, y sin adultos que puedan acompañar el proceso de aprendizaje porque ni siquiera completaron ellos mismos la escolaridad básica.
Un país que cancela el futuro desde la infancia.
Cuando se habla de pobreza estructural, se habla de esto: chicos que nacen condenados. Que, aun si sus familias mejoraran sus ingresos, seguirían atrapados en un ciclo de exclusión. Porque lo que se pierde en los primeros años de vida no se recupera más.
“La pobreza multiplica sus efectos en todos los planos de la vida”, resume Tuñón. “En lo físico, en lo cognitivo, en lo psicológico y, sobre todo, en lo educativo”.
En estos contextos, la escuela ya no es un lugar de oportunidad: es apenas un paliativo. Con suerte, un comedor. Y con menos suerte aún, una institución desbordada, sin recursos, donde los docentes deben improvisar soluciones que el Estado abandonó.
La falacia del "gasto social".
En nombre del “déficit cero”, el gobierno libertario de Javier Milei ha desfinanciado programas de contención territorial, cerrado centros de salud comunitarios, y recortado alimentos a comedores escolares y merenderos. La idea de que la asistencia social es un “gasto inútil” no solo es falsa: es criminal.
No hay libre mercado posible en un país donde un millón de chicos no tiene qué comer.
No hay meritocracia en una Argentina donde un niño debe caminar kilómetros con un bidón para cargar agua mientras otros juegan en sus tablets en countries privados.
No hay futuro cuando se cancela el presente de quienes más lo necesitan.
Hambre y exclusión: los efectos del ajuste que no mide el INDEC.
Mientras el gobierno festeja que “bajó la inflación” al 1,5%, la realidad es que esa cifra no representa nada para quienes no tienen dinero para comprar comida ni acceso a supermercados. ¿Cómo afecta una baja inflacionaria a quien solo come una vez al día? ¿Cómo interpreta el discurso macroeconómico una niña que no tiene calzado para ir a la escuela?
La recuperación económica que promete el oficialismo no llegará jamás a estas infancias. Y si no se toman medidas urgentes, las consecuencias serán irreversibles.
El silencio cómplice.
Las infancias más pobres de la Argentina no tienen lobby, no tienen cámara empresaria que las represente, no tienen acceso a los medios ni a los despachos oficiales. Solo tienen hambre. Y un Estado que decidió ignorarlas.
“Estas infancias son absolutamente invisibles para quienes vivimos en las grandes ciudades”, concluye Tuñón. Pero no deberían serlo. Porque de esa invisibilidad nacen las peores injusticias.
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